martes, 23 de marzo de 2010

El caparazón de los animales

Se volvió loco. Aquel día perdió la razón y se quedó así para siempre. Extraviado. Taciturno. Tocado y hundido. Eso dicen en el barrio. Pero yo no lo creo. Yo no creo que esté loco. En realidad, yo creo que él es el único cuerdo entre todos nosotros. El único que no miente, finge ni se engaña. El único que no se esconde dentro del caparazón los días de tormenta, helada o granizo. El único de todos nosotros que vive a la intemperie.
Dicen que aquel día se volvió loco. Pero yo no lo creo. Simplemente nos mira y calla. Soporta en silencio las miradas de reojo, los comentarios a su espalda, las sonrisas amables de lástima y compasión. Pero él nunca se encaró con los misericordiosos. A ninguno nos ha reprochado nunca nuestra vulgar estrategia y cordura. La piel encallecida y resbaladiza de nuestros caparazones. Nunca ha soltado discursos vergonzantes que dejaran en evidencia nuestra habitual maniobra de supervivencia y defensa, nuestro corazón retráctil, nuestra desmemoria con un simple parpadeo, la amnesia manejada por control remoto.
Él, desde aquel día, se quedó callado. Sentado en un rincón de la terraza en cuanto llega la primavera. En la mesa junto a la ventana durante el otoño y el invierno. Fumando y mirando a la gente. Viendo como todos le esquivan, evitan mirarle de frente, reconocer en él la conciencia dormida y el recuerdo incómodo.
Se quedó callado y con la mirada volcánica, desafiante y abierta para el que quisiera asomarse al fondo. Y todos sabíamos que se había quedado así desde aquel día, cuando, trabajando en el vertedero municipal, se quedó clavado en los dientes de la pala mecánica que manejaba el cuerpo de un bebé recién nacido. Un pequeño cuerpo desnudo, sucio y puro, que alguien había arrojado entre las bolsas de la basura.
Le dijeron que cuando él lo atravesó ya estaba muerto; que él no lo había matado. Pero yo recuerdo su mirada desolada entre los graznidos de las gaviotas y el olor del alimento descompuesto. La vomitona y las estériles lágrimas. Esa mirada despierta y lúcida que gasta desde entonces, desde aquel día en el que renunció a meterse dentro del caparazón y olvidar lo que había visto cambiando maquinalmente de canal. Desde aquel día en el que dicen se volvió loco. Él, el único cuerdo entre todos nosotros.

Texto de Jorge del Frago.

La magnífica fotografía es de Thibaut Lafaye.

3 comentarios:

tib tib dijo...

erci pour ma photo !


thibaut lafaye

Luis Borrás dijo...

Merci beaucoup à toi, et mes félicitations pour tes magnifiques photos!!

JALOZA dijo...

Y yo te felicito a ti por el sensacional relato.

Un abrazo,Jorge.