Miro su casa y recuerdo.
Imagino lo que mis ojos no vieron.
Miro su casa y recuerdo los largos veranos de la infancia. Los juegos en la placeta, por la noche, después de la cena. Sin cansarnos nunca. Las bicicletas, las escaleras de la iglesia, las salamanquesas en las paredes y los abuelos en las sillas a la puerta de casa. Los patios abiertos y oscuros.
Miro la plaza y recuerdo a dos de sus hijos, sus nombres inolvidables, compañeros de juegos perdidos. Y recuerdo que salía a la puerta y les llamaba para irse a dormir. Y recuerdo que ellos le pedían un poco más de tiempo y lo llamaban padre y trataban de usted.
Miro su casa y recuerdo las escaleras estrechas para subir siempre a la carrera. La galería de la cocina con la ropa tendida al sol, y el corral, las portaladas de madera, el tractor y el remolque.
Miro su casa y recuerdo nuestro parentesco, abuelos que eran primos hermanos. Mi abuelo Antonio y el tío Ramón. Abuelos que también han muerto, que ya no están.
Intento recordar su rostro y no puedo, pero miro su casa y recuerdo aquel seiscientos marrón con el que íbamos a la torre de Cuquet. El tío Ramón delante, y nosotros tres detrás.
Y ahora recuerdo Cuquet y le recuerdo a él. Y ya no sé si todo aquello existe, si todavía sigue en pie o se vendió hace tiempo. Y recuerdo aquellos veraneos de un niño de ciudad que jugaba en una granja de cerdos. Jugaba a darles de comer, a cargar por la noche los camiones del matadero. Jugaba regando el huerto, y comía la fruta caliente y madura de los árboles. Un niño de la capital que se bañaba en calzoncillos en la balsa del agua para la granja y navegaba sobre la cámara de un neumático viejo. Los pies llenos de barro y la ropa sucia al volver a casa.
Ni tan siquiera recuerdo su nombre y ahora miro su casa y lo imagino colgado de la viga de la granja, en el pasillo, con la escalera caída a sus pies, detenido el balanceo de la muerte.
Miro su casa y pienso en la extrañeza de su mujer por la tardanza, la cena quedándose fría, la sospecha quizás, el presentimiento y el miedo.
Y siento el golpe, el corazón subiendo hasta la boca de su hijo mayor al encontrárselo colgado. El gruñido de los cerdos, el olor y el calor. El cuello roto, la barbilla en el pecho, los pies en el aire.
Miro su casa e imagino al hijo cortando la soga. Cargar su cuerpo sobre el hombro y dejarlo en el suelo. Deshacer el nudo y tocar su rostro frío, buscar inútilmente el corazón latiendo en el pecho.
Miro su casa e imagino la carrera, el viaje de vuelta, abrir la puerta y encontrarse a su madre en el patio, esperando. Y mirarla y tener que decírselo, contarle lo que sus ojos habían encontrado, tocado sus manos.
Miro su casa y escucho las lágrimas de aquel día. Y todas las lágrimas que vinieron después.
Miro su casa, con las ventanas cerradas y las luces apagadas, y pienso en la misma pregunta que se repitió durante meses, noches y despertares.
Miro su casa y pienso en todo lo que no sé. En todo lo que no comprendo.
Miro su casa y la placeta vacía. Las escaleras de la iglesia, el reloj de la torre, la farola encendida en la pared. El silencio de esta noche.
No hay abuelos sentados a la puerta de casa ni sillas recogidas en el patio.
No hay griterío, bicicletas, ni piedras volando contra las salamanquesas. No hay nadie al que llamar padre ni tratarle de usted, pedirle que nos deje quedarnos un rato más, jugando en la plaza.
Texto de Jorge del Frago
Fotografía de Asier Alkorta un joven y magnífico fotógrafo de Zaragoza.
Podeis ver más fotografías suyas en http://www.flickr.com/photos/27926333@N00/
Imagino lo que mis ojos no vieron.
Miro su casa y recuerdo los largos veranos de la infancia. Los juegos en la placeta, por la noche, después de la cena. Sin cansarnos nunca. Las bicicletas, las escaleras de la iglesia, las salamanquesas en las paredes y los abuelos en las sillas a la puerta de casa. Los patios abiertos y oscuros.
Miro la plaza y recuerdo a dos de sus hijos, sus nombres inolvidables, compañeros de juegos perdidos. Y recuerdo que salía a la puerta y les llamaba para irse a dormir. Y recuerdo que ellos le pedían un poco más de tiempo y lo llamaban padre y trataban de usted.
Miro su casa y recuerdo las escaleras estrechas para subir siempre a la carrera. La galería de la cocina con la ropa tendida al sol, y el corral, las portaladas de madera, el tractor y el remolque.
Miro su casa y recuerdo nuestro parentesco, abuelos que eran primos hermanos. Mi abuelo Antonio y el tío Ramón. Abuelos que también han muerto, que ya no están.
Intento recordar su rostro y no puedo, pero miro su casa y recuerdo aquel seiscientos marrón con el que íbamos a la torre de Cuquet. El tío Ramón delante, y nosotros tres detrás.
Y ahora recuerdo Cuquet y le recuerdo a él. Y ya no sé si todo aquello existe, si todavía sigue en pie o se vendió hace tiempo. Y recuerdo aquellos veraneos de un niño de ciudad que jugaba en una granja de cerdos. Jugaba a darles de comer, a cargar por la noche los camiones del matadero. Jugaba regando el huerto, y comía la fruta caliente y madura de los árboles. Un niño de la capital que se bañaba en calzoncillos en la balsa del agua para la granja y navegaba sobre la cámara de un neumático viejo. Los pies llenos de barro y la ropa sucia al volver a casa.
Ni tan siquiera recuerdo su nombre y ahora miro su casa y lo imagino colgado de la viga de la granja, en el pasillo, con la escalera caída a sus pies, detenido el balanceo de la muerte.
Miro su casa y pienso en la extrañeza de su mujer por la tardanza, la cena quedándose fría, la sospecha quizás, el presentimiento y el miedo.
Y siento el golpe, el corazón subiendo hasta la boca de su hijo mayor al encontrárselo colgado. El gruñido de los cerdos, el olor y el calor. El cuello roto, la barbilla en el pecho, los pies en el aire.
Miro su casa e imagino al hijo cortando la soga. Cargar su cuerpo sobre el hombro y dejarlo en el suelo. Deshacer el nudo y tocar su rostro frío, buscar inútilmente el corazón latiendo en el pecho.
Miro su casa e imagino la carrera, el viaje de vuelta, abrir la puerta y encontrarse a su madre en el patio, esperando. Y mirarla y tener que decírselo, contarle lo que sus ojos habían encontrado, tocado sus manos.
Miro su casa y escucho las lágrimas de aquel día. Y todas las lágrimas que vinieron después.
Miro su casa, con las ventanas cerradas y las luces apagadas, y pienso en la misma pregunta que se repitió durante meses, noches y despertares.
Miro su casa y pienso en todo lo que no sé. En todo lo que no comprendo.
Miro su casa y la placeta vacía. Las escaleras de la iglesia, el reloj de la torre, la farola encendida en la pared. El silencio de esta noche.
No hay abuelos sentados a la puerta de casa ni sillas recogidas en el patio.
No hay griterío, bicicletas, ni piedras volando contra las salamanquesas. No hay nadie al que llamar padre ni tratarle de usted, pedirle que nos deje quedarnos un rato más, jugando en la plaza.
Texto de Jorge del Frago
Fotografía de Asier Alkorta un joven y magnífico fotógrafo de Zaragoza.
Podeis ver más fotografías suyas en http://www.flickr.com/photos/27926333@N00/
4 comentarios:
una excelente elección la de esa foto.
un abrazo, Luis.
y bello texto..., un paseo por la infancia, y un encuentro "de choque" con las miserias de la vida, y la muerte.
Gracias, Sifro. Sin tu ayuda no hubiera sido posible.
Me alegro que consideres excelente la fotografía.
Gracias por la visita y el comentario.
Otro abrazo.
Se me pasó por alto este relato y es fantástico. Me ha emocionado sinceramente.Me gustan estas historias de niños y viejos, de infancias y veranos. El suicidio es un tema muy duro pero muy literario.
Me quito el sombrero. Enhorabuena.
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