jueves, 1 de septiembre de 2011

El brillo coagulado del sol

Y sentí, en una primera página demoledora, la mirada perdida en una habitación sucia, iluminada por una luz reacia, haber sido arrancado, expulsado, llevado sin saber porqué a un lugar extraño y sin vuelta atrás. Sentí, el dolor de lo que se ha perdido, lo que no volverá a ser nunca más. Sentí, golpeado por las palabras, el poder del miedo, su fuerza que provoca y deja traición, silencio, abandono, muerte. El miedo es más fuerte, más auténtico que el amor.
Y antes que el miedo fue la luz, la suave y limpia luz de junio. Luz de atardecer, luz de vida, trabajo, hogar y familia. Luz de presente, mañana, fin de curso, futuro y mayoría de edad. Luz cotidiana; tranquila y quieta luz. Tardes, días de sol y calor entrando por la ventana, pulverizando la ciudad, flotando dentro de la luz. Luz que parecía el cemento que mantenía sujeto el cielo. Luz masiva, indolente luz. Amigos, familia, vecinos, padres, música, hijos, nietos, libros, hermanos, joyas, mujeres y sonrisas. Luz absoluta, poderosa luz apoderándose de todo, dominándolo todo. Sobre ellos gravitaba uno de esos inmensos cielos de final de junio. Luz y un mar agitado, turbulento; tormenta larvada, superviviente y deseada luz.
Y llego julio y su luz quemaba. Luz preñada de ruidos y preguntas; luz marcial, inquieta luz. Luz violenta y armada, luz de silencio, siniestra luz. Llego julio y llegó la negación de uno mismo, la conversación y el temor, la renuncia a las creencias y las ideas que se convertían en marca y condenación. Llego julio, y llego el miedo, el disimulo, la delación; la noche y la muerte; dos ciudades dentro de una; una imponiéndose a la otra, aniquilándola, destruyéndola. Venganza, odio, río desbordado de aguas pútridas.

Y llegó agosto y la luz era de verano y continuó quemando; ardiendo la hoguera. Pero es cuando la luna hinchaba su luz en las paredes cuando las sombras derriban puertas, entran en las casas, golpean con sus fusiles y arrestan a gritos; es en la noche en donde el terror y el pánico encuentran su cobijo. Llegó agosto y llegó el insomnio, y al amanecer había grumos de sangre entre las nubes. Llegaron días de lenta destilación del miedo. Miedo corpóreo, materia fría que se puede tocar. Llegó agosto y la cárcel, llegaron el ruego y la humillación, palabras amables que nada dicen, hermandad que de nada sirve ni salva; futuro que se decidirá en algún lugar fuera de su alcance. Luz trémula, asustada luz. Desafección, enemigos, depuración, listas, prisiones, sacas, tapias de cementerios, asesinatos, luz alterada, amputada luz.

Y llegó septiembre y las cartas, septiembre y el fin, luz rota, muerte, sepultada luz. Llegó el final y la locura, la hipocresía y la resignación, la soledad.

Llego octubre y su epílogo, la mudanza y el perder la vida inocente, la luz de junio, aquella segura, cobijada, recordada luz. Llegó el dolor y el valor, la nueva vida, una nueva época, otro lugar: una débil luz. El miedo como introducción en una página demoledora, el miedo como herencia, como eco y la nueva luz sin encajar. Llama sin apagar, luz encendida, recuerdo, luz de ayer. Sombra que no ha de volver. Luz recuperada, luz pintada por Irene, palabras de Irene, deslumbrante y dolorosa luz.

Irene Vallejo. “La luz sepultada”. Paréntesis Editorial. Sevilla, 2011.

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