Esta ciudad es fría. Hermosa y despiadadamente fría. Ciudad al norte, último paralelo; ciudad de piedra, hielo, nieve y cristal.
Había empezado a acostumbrarme a su luz resacosa, a su luminosidad tímida y turbia; a sus días fugaces y a sus noches de parto prematuro; a sus calles desiertas y limpias, a sus bares cerrados y a sus farmacias de guardia.
Había empezado a acostumbrarme a esta ciudad fría. Turística, cuadriculada y fría. A su reflejo de miniaturas en resina, a sus casitas de muñecas, sus imanes para la nevera y sus renos de peluche, a sus escasos turistas que se cruzaban en mi camino hablando la misma lengua que mis pensamientos.
Había empezado a acostumbrarme a su invierno de noches polares, a sus tres meses a oscuras, a sus auroras boreales, a su calor a resguardo de las calles heladas, a sus ventanas sin cortinas, sus pasillos enmoquetados y sus edredones de pluma.
Había empezado a acostumbrarme a vivir así, al norte del norte; punto opuesto, lejos, muy lejos del cálido ayer, del recuerdo candente y su rastro. Me había empezado a olvidar del pretérito oyendo palabras nuevas, traduciendo mi nombre de pila, escribiendo con un alfabeto geométrico. Me había empezado a acostumbrar a utilizar un idioma sin pasado cuando hoy, después de tantos días escondido entre estaciones y luz artificial, ha salido el sol.
Y resulta irónico. Tanta huída, tanta tierra de por medio, tanto tiempo a oscuras y un sólo minuto ha bastado. Una mañana radiante y tibia ha sido suficiente para devolverme el recuerdo y el lugar exacto. Ahora que me había acostumbrado a sus tejados en vértice y a sus negras pizarras, que sentía el alivio de su ausencia en esta ciudad fría y lejana; hoy, al cerrar los ojos y sentir su calor en el rostro ha sido lo primero que he visto: la azotea de casa. La ropa tendida, las llamas de tela blanca, la brisa y la sombra húmeda. El olor a lavanda, banderas, olas de mar; velas desplegadas, suave ondular. Azotea donde pasábamos entre besos las noches de verano, azotea de la que huí para no volver a ver jamás el lugar desde el que decidiste saltar, dibujar cinco alturas en un vuelo imposible y mortal.
Y resulta irónico. Tanta huída, tanta tierra de por medio, tanto tiempo a oscuras y un sólo minuto ha bastado. Una mañana radiante y tibia ha sido suficiente para devolverme el recuerdo y el lugar exacto. Ahora que me había acostumbrado a sus tejados en vértice y a sus negras pizarras, que sentía el alivio de su ausencia en esta ciudad fría y lejana; hoy, al cerrar los ojos y sentir su calor en el rostro ha sido lo primero que he visto: la azotea de casa. La ropa tendida, las llamas de tela blanca, la brisa y la sombra húmeda. El olor a lavanda, banderas, olas de mar; velas desplegadas, suave ondular. Azotea donde pasábamos entre besos las noches de verano, azotea de la que huí para no volver a ver jamás el lugar desde el que decidiste saltar, dibujar cinco alturas en un vuelo imposible y mortal.
Fotografía de Laura Sipán
1 comentario:
¡¡Qué bueno, Jorge!! Sensacional. Mi más sincera enhorabuena. Tienes un ángel a tu alrededor últimamente.
Que no se escape. Un abrazo.
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