Supongo que será porque tengo una memoria de tintorería y desagüe, o porque tengo un miedo atroz a mirarme en el espejo, el caso es que siempre me ha parecido que los libros de memorias tienen mucho de falsificación, adulteración y engaño. Será por mi mala memoria, pero me fastidian esas crónicas que hablan del pasado de cada uno recordando hasta los más mínimos detalles. Me parecen imposibles. Nadie recuerda todo. La memoria es algo caprichoso, recordamos a trozos, como un traje hecho de retales.
Así que al leer éste párrafo: “La infancia es un balcón al que uno siempre regresa. Hay quienes abusan de la infancia utilizándola como un exprimelimones. Otros sabemos que siempre está ahí, acechando, dispuesta a recordarnos lo que fuimos un día y lo que pudimos ser después” sentí alivio y gratitud, y supe lo que no me iba a encontrar dentro de “La infancia y sus cómplices” de Fernando Sanmartín.
Y es que Fernando habla de su infancia sin abusar del recuerdo, sin convertirla en un algo monstruoso y absoluto, una larga suma de estaciones y décadas sin un solo error. Su memoria tiene más de poesía y charco que de grabadora y cronómetro. Y es que Fernando nos abre en este libro el fichero de su infancia, donde hay datos que nunca se han borrado, pero que es un fichero con recuerdos pequeños y dispersos, contados con honestidad y belleza, sin impostura, con el vértigo y la confusión de esos años. Su evocación por escrito convertida en hermosa literatura que no abruma ni suena a falso y con la que, además, en muchos momentos, podemos identificarnos.
Porque en esta infancia de Fernando hay colecciones de posavasos y minerales, futbolín, cromos, y el olor del Viks Vaporub.
Son casi diez años de diferencia, pero los recuerdos de Fernando y los míos transcurren como líneas paralelas, sus recuerdos van haciendo surgir los míos, pespunteando mi memoria con su hilo. Él recuerda las fiestas del Pilar, el circo y la feria, el charol de aquellos días, y yo los cochetes de choque y la paradeta del tiro. Él recuerda anécdotas de compañeros del colegio y yo me acuerdo del terror que causaba el gordo de Fuster jugando al churro en el patio. Él recuerda a su abuelo muerto y yo recuerdo al mío y aquel beso de cera y espanto que le di. Él recuerda los test de inteligencia y las excursiones y yo vuelvo a sentir aquella herida y el olor de los bocadillos de tortilla francesa.
Él recuerda páginas de Playboy, los primeros cigarrillos, los primeros licores, la profesora de la que se enamoró, las hermanas de los compañeros, y yo sonrío por estar juntos en el mismo secreto.
Él habla de la infancia como una aldea que hemos abandonado y yo siento miedo al pensar en todos los lugares que han dejado de existir y a los que nunca podré volver. Porque me dan miedo los derrumbes, las ausencias descubiertas al echar la vista atrás. Porque la infancia son más risas que lloros, son dibujos animados y veranos inmensos. Y el único terror que recuerdo de aquellos años eran los quebrados de matemáticas.
La infancia era hermosa porque estabas a salvo de los problemas de los adultos. Porque era partidos de fútbol en la plaza y dos meses para montar en bicicleta. Jugar a las chapas y a las espadas láser de La Guerra de las Galaxias.
El desconcierto viene después Y se agradece la sinceridad de Fernando. Su infancia sin héroes, sin prodigios ni hazañas. Su infancia corriente; un tiempo de dudas, abandonos, barrancos, pérdida y descubrimiento que queríamos que pasara rápido porque querías ser adulto lo antes posible. Conocer la tipografía que otros utilizan, y luego sabemos que aquel deseo era una rendija, el hueco para salir de un túnel y entrar en otro mayor.
“La infancia y sus cómplices” me cautivó desde la primera línea. Me atrapó su estilo, la belleza íntima, agridulce, sincera y melancólica de su palabra.
Podría pegar aquí muchos párrafos de este libro. Muchos. Párrafos que sirvieran para entender el porqué. Pero si a modo de ejemplo tengo que elegir uno me quedo con este: “La niñez es un campo minado, y lo cierto es que en aquel campo minado quería ser insolente y no sabía como, quería huir, alejarme pronto, hacerme músico o recitador, infiltrarme en una sociedad secreta o coger un vagón de ganado para llegar hasta alguna ciudad lejanísima. ¡Qué se yo! Pero un día, de pronto, fue ella, la niñez, quien me dejó sin aviso previo. Y lo más curiosos es que ante mi había de nuevo un campo minado”. Y no hará falta explicar nada más.
Así que al leer éste párrafo: “La infancia es un balcón al que uno siempre regresa. Hay quienes abusan de la infancia utilizándola como un exprimelimones. Otros sabemos que siempre está ahí, acechando, dispuesta a recordarnos lo que fuimos un día y lo que pudimos ser después” sentí alivio y gratitud, y supe lo que no me iba a encontrar dentro de “La infancia y sus cómplices” de Fernando Sanmartín.
Y es que Fernando habla de su infancia sin abusar del recuerdo, sin convertirla en un algo monstruoso y absoluto, una larga suma de estaciones y décadas sin un solo error. Su memoria tiene más de poesía y charco que de grabadora y cronómetro. Y es que Fernando nos abre en este libro el fichero de su infancia, donde hay datos que nunca se han borrado, pero que es un fichero con recuerdos pequeños y dispersos, contados con honestidad y belleza, sin impostura, con el vértigo y la confusión de esos años. Su evocación por escrito convertida en hermosa literatura que no abruma ni suena a falso y con la que, además, en muchos momentos, podemos identificarnos.
Porque en esta infancia de Fernando hay colecciones de posavasos y minerales, futbolín, cromos, y el olor del Viks Vaporub.
Son casi diez años de diferencia, pero los recuerdos de Fernando y los míos transcurren como líneas paralelas, sus recuerdos van haciendo surgir los míos, pespunteando mi memoria con su hilo. Él recuerda las fiestas del Pilar, el circo y la feria, el charol de aquellos días, y yo los cochetes de choque y la paradeta del tiro. Él recuerda anécdotas de compañeros del colegio y yo me acuerdo del terror que causaba el gordo de Fuster jugando al churro en el patio. Él recuerda a su abuelo muerto y yo recuerdo al mío y aquel beso de cera y espanto que le di. Él recuerda los test de inteligencia y las excursiones y yo vuelvo a sentir aquella herida y el olor de los bocadillos de tortilla francesa.
Él recuerda páginas de Playboy, los primeros cigarrillos, los primeros licores, la profesora de la que se enamoró, las hermanas de los compañeros, y yo sonrío por estar juntos en el mismo secreto.
Él habla de la infancia como una aldea que hemos abandonado y yo siento miedo al pensar en todos los lugares que han dejado de existir y a los que nunca podré volver. Porque me dan miedo los derrumbes, las ausencias descubiertas al echar la vista atrás. Porque la infancia son más risas que lloros, son dibujos animados y veranos inmensos. Y el único terror que recuerdo de aquellos años eran los quebrados de matemáticas.
La infancia era hermosa porque estabas a salvo de los problemas de los adultos. Porque era partidos de fútbol en la plaza y dos meses para montar en bicicleta. Jugar a las chapas y a las espadas láser de La Guerra de las Galaxias.
El desconcierto viene después Y se agradece la sinceridad de Fernando. Su infancia sin héroes, sin prodigios ni hazañas. Su infancia corriente; un tiempo de dudas, abandonos, barrancos, pérdida y descubrimiento que queríamos que pasara rápido porque querías ser adulto lo antes posible. Conocer la tipografía que otros utilizan, y luego sabemos que aquel deseo era una rendija, el hueco para salir de un túnel y entrar en otro mayor.
“La infancia y sus cómplices” me cautivó desde la primera línea. Me atrapó su estilo, la belleza íntima, agridulce, sincera y melancólica de su palabra.
Podría pegar aquí muchos párrafos de este libro. Muchos. Párrafos que sirvieran para entender el porqué. Pero si a modo de ejemplo tengo que elegir uno me quedo con este: “La niñez es un campo minado, y lo cierto es que en aquel campo minado quería ser insolente y no sabía como, quería huir, alejarme pronto, hacerme músico o recitador, infiltrarme en una sociedad secreta o coger un vagón de ganado para llegar hasta alguna ciudad lejanísima. ¡Qué se yo! Pero un día, de pronto, fue ella, la niñez, quien me dejó sin aviso previo. Y lo más curiosos es que ante mi había de nuevo un campo minado”. Y no hará falta explicar nada más.
Fernando Sanmartín. “La infancia y sus cómplices” Xordica Editorial. Zaragoza. 2ª impresión, diciembre 2005.
1 comentario:
Hola!!!! senti toda una etternidad sin visitarte!!!!! Hola!!!!
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