sábado, 6 de junio de 2009

Final anticipado


Se acercó hasta el contenedor al ver los libros en un rincón. Entre puertas tumbadas, cascotes, muebles astillados y azulejos rotos había un buen montón con la piel quemándose al sol. Pero al verlos de cerca descubrió que era la típica colección de grandes clásicos encuadernada en guaflex. El tesoro se convirtió en falsificación.
Junto a los libros había ropa y zapatos usados, cajas de medicinas, revistas y periódicos, facturas, recetas, papeles de todo tipo y un puñado de fotografías: rostros en blanco y negro, padres, niñez, instantes de juventud infinita; rostros en color, mujeres, sonrisas, cigarrillos y botellas; postales con monumentos y playas; billetes de avión, guías turísticas, folletos… y entre todos aquellos recuerdos encontró una carpeta de cartulina azul del Hospital Universitario. Servicio de Oncología. Informe médico. Allí mismo, mientras los obreros seguían vaciando la vida de un hombre dentro de aquel contenedor se puso a leer el informe con atención. Datos del paciente, resultados de las analíticas, diagnóstico cáncer y un resultado rotundo: Metástasis. El nombre de la muerte. La vida con fecha de caducidad a corto plazo. El informe tenía fecha reciente, de hacía apenas seis meses. Miró la ropa, los zapatos, los muebles rotos, los papeles inútiles; la vida reducida a escombros, polvo y papel que acabarían en un vertedero. Y entonces lo vio claro, dobló el informe, se lo metió en el bolsillo de la chaqueta y se marchó silbando a casa.
Bastó un poco de tippex, cambiar las fechas, la edad, poner su nombre y apellidos con la vieja máquina de escribir, un par de fotocopias a color, y quedó perfecto. No se notaba nada. Parecía auténtico.
La tarde que lo tuvo preparado se fue con el nuevo informe caminando hasta su portal. Al llegar miró el reloj. Conocía sus horarios. Ya habría llegado. Consiguió que alguien que no era ella le abriera el portal utilizando un nombre falso: cartero comercial. Subió hasta el cuarto por la escalera, pasó el informe por debajo de la puerta y se sentó en el suelo a esperar.
Media hora después ella abrió la puerta. Le miró y le tendió la mano. Sin decirse nada entró y se sentó en el viejo y conocido sofá. El televisor estaba encendido pero sin volumen; sobre la mesa, el informe médico, abierto por la página del diagnóstico: el final irremediable. Ella se sentó a su lado. En lugar de hacerle preguntas cerró el informe y le abrazó. Ella no lo vio pero él sonrió en lugar de temblar. Después, los mismos besos de un tiempo que estaba olvidado, perdido en alguna tarde de adiós y maletas revueltas. El mismo sabor picante de su boca, el mismo olor en su pelo. Se amaron entre la ternura de ella y el silencio de él. Entre la mentira y la trampa perfectas.
Aquella noche, apoyada en la puerta, ella le dijo al despedirse:
-Vuelve este viernes. A la misma hora.
Y él volvió. Regresó dispuesto a no decir nunca la verdad. Dispuesto a volver a vivir en una mentira, sin importarle lo que sucedería dentro de seis meses, cuando terminara el plazo que él mismo se había fabricado.
Nada de eso importaba aquella tarde de viernes porque desde esa misma noche tan sólo tuvieron tiempo para devorarse. Dos días vaciando sus cuerpos uno dentro de otro. Dos días en los que todo estuvo permitido, todo lo que en otro tiempo fue callado se atrevió a ser pronunciado, rogado, explorado. Dos días para cumplir todos sus deseos, saciarse y perder el pudor entre jadeos y sudor.
El último día, el domingo por la tarde, ella lo esposó a los barrotes de la cama, lo amordazó y tapó los ojos con dos pañuelos de seda. Él imaginó un nuevo juego para el placer. Así, tumbado en la cama y con los ojos cerrados, la escuchaba moverse por el cuarto pero no la veía. No la vio llevando grandes bolsas de basura hasta el cuarto de baño. No la vio llevando entre las manos cuchillos de varios tamaños, con su filo brillante y limpio, y tampoco vio el serrucho, ancho y corto, con el mango de madera y los dientes pulidos.
No la vio cuando, de un cajón de la cómoda del dormitorio, sacó un pequeño estuche negro con cremallera, y no vio la jeringuilla hipodérmica ni el pequeño frasco que había dentro. No la vio montar la aguja, pinchar y llenar la jeringuilla hasta el borde con un líquido transparente, tan limpio y puro que parecía llena de aire.
No la vio mientras se acercaba con la jeringuilla en la mano derecha y una triste sonrisa de piedad dibujada en la boca. No la vio morderse el labio inferior al clavarle la aguja en el cuello, pero sí que oyó claramente su voz cuando le susurró al oído:
-El efecto es muy rápido. Terminará en seguida. No sufrirás nada.

Texto de Jorge del Frago

La fotografía es de Nacho García, un extraordinario fotógrafo de Jaca.

3 comentarios:

David Moreno dijo...

Ufff tragedia, mentiras, muerte, sexo, pasión, piedad, sufrimiento, enfermedad, chantaje emocional, amor, engaño, eutanasia, dolor...todo esto y algo más encontré en el relato.

JALOZA dijo...

Muy bueno.Al comienzo imaginé otra cosa, la descripción de una vida derrumbada, me parecía estimulante.

Luego ves lo pícaro del tipo y, lo siento por él, el final en negro. Puede que se lo mereciera... ¿O no?

Jorge, poeta y narrador. Te estoy empezando a odiar.

Ricardo Fernández Moyano dijo...

Un gran relato amigo Jorge con un final desconcertante. Enhorabuena.