Lo más evidente de “Una gota de ámbar” es la originalidad de su estructura narrativa, de su planteamiento y desarrollo, su escenografía, su puesta en escena en forma de teatro vertical, de cortometrajes encadenados, cajas chinas, crucigramas, rompecabezas.
Emilio Gavilanes, como también hizo después Ana García Bergua en su magnífico “Edificio”, nos enseña por dentro el mismo lugar del que tan sólo vemos la fachada, la parte de fuera, su aspecto exterior. Ese escenario a la vuelta de la esquina, frente a nuestra ventana, al otro lado de la calle; ese edificio en el que vivimos y que guarda nuestra vida entre sus paredes, ventanas y puertas.
Y “Una gota de ámbar” comienza y nos sitúa en “una noche fría y despejada. La luna, inmensa, se eleva sobre la ciudad. Un hombre joven camina junto al edificio”. Un hombre anónimo que hace de presentador, de guía, de prólogo; y el lector mirando desde la ventana hacia la calle, butaca y escenario, observando al hombre, observando el barrio, el edificio, el paisaje exterior, las ventanas, las luces encendidas y apagadas, la vida que sabemos que hay dentro y no vemos; que apenas intuimos tras las cortinas cerradas. Y en la siguiente escena pero en el mismo lugar “Un hombre abre la puerta del portal y entra” y con él entramos nosotros, le seguimos, vamos detrás de él y nos cruzamos en las escaleras con “un joven que lleva una bolsa de basura en la mano”, llegamos a la puerta de su casa y entramos en otro piso, en otro escenario pero dentro del mismo edificio.
Y una vez dentro la capacidad y el mérito de Emilio Gavilanes para descubrirnos el interior, saltar de un piso a otro con cada escena, presentarnos a las personas que los habitan, verles, saber lo que hacen, escucharles. La original estructura narrativa desarrollada con maestría por Gavilanes en ese teatro de escenarios múltiples, en ese subir, bajar, entrar en todas partes, recrear de forma distinta cada espacio, cada decorado, cada conversación.
Ese edifico que Gavilanes corta como una tarta, la parte por la mitad y nos permite ver su relleno de bizcocho y palabras. Esa casa de muñecas con bisagras en la fachada que Gavilanes abre para nosotros y nos deja ver el interior, sus muebles a escala real y sus marionetas sin hilos; 13, rue del percebe de Francisco Ibañez con personajes corrientes que podemos ser cualquiera de nosotros o nuestros vecinos. Escenografía vertical que recorremos como un testigo invisible saltando de un lugar a otro, de una vida a otra y todas las escenas unidas por un mismo final: un ruido en el edificio que interrumpe todas las conversaciones, que todos oyen y por el que todos corren hacia la ventana para averiguar qué es lo que ha pasado. Cerca, al lado; quizás dentro, quizás junto al edificio.
La capacidad de Gavilanes para crear multitud de personajes, vecinos de un mismo escenario colectivo e individual, diálogos, pensamientos; comedia, drama, filosofía existencial; amor, desprecio, ignorancia, soledad; familia, falsedad, generaciones, lágrimas, secretos y risas; vidas ajenas que suceden a diario detrás de los tabiques; al otro lado, tras las puertas, dentro de la propia casa: en la cocina, en el salón, en el dormitorio; con las luces encendidas o apagadas, oyendo la radio y frente al televisor. Historias de ida y vuelta, capítulos, versiones de cada uno de los protagonistas, lo que oímos, lo que dicen, lo que callamos; lo que escribimos y recordamos; ellos y nosotros; lo corriente, lo vulgar, lo extraño, lo desconocido, la cordura, la renuncia y la rendición.
Un largometraje compuesto por múltiples cortometrajes. La suma de minutos cortos en cada piso, en cada habitación, con cada puerta que se cierra y con cada ventana que se abre. La vida al mismo tiempo, la vida distinta en cada lugar, vecinos en el mismo edificio viviendo cada uno su propia batalla, su propia guerra, su derrota personal; unos junto a otros separados y desconocidos, y un estruendo con el que todo se acaba y descubrimos todo lo que ignoramos de nuestros semejantes.
Emilio Gavilanes. “Una gota de ámbar”. Ediciones de La Discreta. Madrid, 2007.
Emilio Gavilanes, como también hizo después Ana García Bergua en su magnífico “Edificio”, nos enseña por dentro el mismo lugar del que tan sólo vemos la fachada, la parte de fuera, su aspecto exterior. Ese escenario a la vuelta de la esquina, frente a nuestra ventana, al otro lado de la calle; ese edificio en el que vivimos y que guarda nuestra vida entre sus paredes, ventanas y puertas.
Y “Una gota de ámbar” comienza y nos sitúa en “una noche fría y despejada. La luna, inmensa, se eleva sobre la ciudad. Un hombre joven camina junto al edificio”. Un hombre anónimo que hace de presentador, de guía, de prólogo; y el lector mirando desde la ventana hacia la calle, butaca y escenario, observando al hombre, observando el barrio, el edificio, el paisaje exterior, las ventanas, las luces encendidas y apagadas, la vida que sabemos que hay dentro y no vemos; que apenas intuimos tras las cortinas cerradas. Y en la siguiente escena pero en el mismo lugar “Un hombre abre la puerta del portal y entra” y con él entramos nosotros, le seguimos, vamos detrás de él y nos cruzamos en las escaleras con “un joven que lleva una bolsa de basura en la mano”, llegamos a la puerta de su casa y entramos en otro piso, en otro escenario pero dentro del mismo edificio.
Y una vez dentro la capacidad y el mérito de Emilio Gavilanes para descubrirnos el interior, saltar de un piso a otro con cada escena, presentarnos a las personas que los habitan, verles, saber lo que hacen, escucharles. La original estructura narrativa desarrollada con maestría por Gavilanes en ese teatro de escenarios múltiples, en ese subir, bajar, entrar en todas partes, recrear de forma distinta cada espacio, cada decorado, cada conversación.
Ese edifico que Gavilanes corta como una tarta, la parte por la mitad y nos permite ver su relleno de bizcocho y palabras. Esa casa de muñecas con bisagras en la fachada que Gavilanes abre para nosotros y nos deja ver el interior, sus muebles a escala real y sus marionetas sin hilos; 13, rue del percebe de Francisco Ibañez con personajes corrientes que podemos ser cualquiera de nosotros o nuestros vecinos. Escenografía vertical que recorremos como un testigo invisible saltando de un lugar a otro, de una vida a otra y todas las escenas unidas por un mismo final: un ruido en el edificio que interrumpe todas las conversaciones, que todos oyen y por el que todos corren hacia la ventana para averiguar qué es lo que ha pasado. Cerca, al lado; quizás dentro, quizás junto al edificio.
La capacidad de Gavilanes para crear multitud de personajes, vecinos de un mismo escenario colectivo e individual, diálogos, pensamientos; comedia, drama, filosofía existencial; amor, desprecio, ignorancia, soledad; familia, falsedad, generaciones, lágrimas, secretos y risas; vidas ajenas que suceden a diario detrás de los tabiques; al otro lado, tras las puertas, dentro de la propia casa: en la cocina, en el salón, en el dormitorio; con las luces encendidas o apagadas, oyendo la radio y frente al televisor. Historias de ida y vuelta, capítulos, versiones de cada uno de los protagonistas, lo que oímos, lo que dicen, lo que callamos; lo que escribimos y recordamos; ellos y nosotros; lo corriente, lo vulgar, lo extraño, lo desconocido, la cordura, la renuncia y la rendición.
Un largometraje compuesto por múltiples cortometrajes. La suma de minutos cortos en cada piso, en cada habitación, con cada puerta que se cierra y con cada ventana que se abre. La vida al mismo tiempo, la vida distinta en cada lugar, vecinos en el mismo edificio viviendo cada uno su propia batalla, su propia guerra, su derrota personal; unos junto a otros separados y desconocidos, y un estruendo con el que todo se acaba y descubrimos todo lo que ignoramos de nuestros semejantes.
Emilio Gavilanes. “Una gota de ámbar”. Ediciones de La Discreta. Madrid, 2007.
4 comentarios:
En efecto, hay una radiografía de la casa y los habitantes de ella, como si fuera un organismo vivo. Las emociones, la humanas, sin acentuar nada, sin convenciones modernas. No desdeñar su prosa, delicada, sencilla y exacta; o sea, sin florituras, imposturas y excesos.
Yo quiero destacar otro aspecto: la estupefacción ante la fluidez de la vida, atrapada como en una gota de ámbar, y ante la maestría narrativa de Emilio Gavilanes, prodigioso artista de la exactitud.
Muchas gracias por vuestra visita y comentario.
Estoy de acuerdo, María José en esa manera de narrar sin acentos y sencilla de Emilio; y sí, Gorriate, yo también he descubierto la maestría narrativa de Emilio. Seguro que volveré a disfrutarla con "El río" que espero leer pronto.
Un cordial saludo.
Luis Borrás
Yo diría que Una gota de ámbar trasciende lo cotidiano convirtiéndolo en sublime. Las reflexiones lúcidas y originales de estos personajes, comunes y corrientes, acerca de la existencia me parecen un gran acierto literario.
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