Me temo que será un acto reflejo, pero resulta inevitable durante toda esta huida pensar en la familia que me ha tocado en suerte. En que, por simple comparación, debo sentirme afortunado con mi premio en ese aleatorio sorteo. Porque en esta huida una hija tiene una madre que duele, un padre desaparecido y una hermana con alma de plástico.
Se hace inevitable convertirse en cómplice voluntario de esa hija; despreciar, mezclando risas y espanto, a esa madre castrada y a esa hermana egocéntricas, avariciosas, materialistas, frívolas y egoístas de modo superlativo; y echar de menos a ese padre de mirada amable, de océano tropical, en la que a ella le gustaba zambullirse. Odiar intensamente a esa madre ante tanto desapego e indiferencia por una de sus hijas; aguantar las lágrimas viéndola incapacitada, estéril para el cariño; y sonreír complacido con ese final novelesco y feliz.
Se hace fácil caer en el exceso, en el folletín, en lo grotesco y lo exagerado. Se hace fácil hasta que uno piensa seriamente en esos programas de televisión en los que seres humanos se convierten en caricaturas, en los que se prostituyen sin pudor ni decencia por cifras de seis ceros y quince minutos de fama; en esas muñecas hinchadas de silicona y estulticia. Esa ficción de verdulería y mercadillo que se hace tristemente real. Y entonces dejamos de pensar en lo excesivo y empieza a doler tanta triste realidad.
Se hace fácil caer en el recurso de la falsa compasión y el escepticismo ante tanto abandono agravado además por el impuesto directo de una enfermedad, hasta que se hacen evidentes la soledad, la ausencia y el desamparo en una habitación de hospital. Se hace fácil pensar en el melodrama forzado, en la tendencia del actor a sobreactuar interpretando su autodestrucción si no fuera por el vacío de la nada, la total incapacidad de los vivos y la desoladora falta de los únicos que nos dieron su cariño. Frialdad que es pura herida.
Se hace inevitable pensar en un ajuste de cuentas, en una biografía camuflada entre líneas. En ciudades que existen con el nombre al revés y en casas abandonadas de la niñez. Hasta que el dolor me obliga a callar. Huida del mundo marcha atrás. Lluvia de febrero eterno.
Y ahora algunos relatos cortos de “Amar en martes” cobran un sentido especial, me parecen un prefacio, un sabroso aperitivo que preparaba esta “Huida del cangrejo”. Aquel universo personal e intransferible, aquel tiempo de mujeres de “Casas solas”, “Rosas robadas” y “El llanto de abril”. Sabores e ingredientes servidos entonces por separado y ahora todos juntos en un delicioso puchero cocido a fuego lento. En largometraje y cinemascope.
Angélica Morales ha sumado y multiplicado en esta novela el bagaje, el poso, los argumentos de algunos de sus relatos más emotivos. Amplificando el sonido, aumentando la onda expansiva, subiendo el volumen, alargando la velada; elevando una nueva planta sobre los antiguos cimientos; encajando como luces de neón sus deslumbrantes metáforas, su estilo inconfundible, adornado de olores y colores. Pajaritas de papel, canela y regaliz.
Se hace inevitable convertirse en cómplice voluntario de esa hija; despreciar, mezclando risas y espanto, a esa madre castrada y a esa hermana egocéntricas, avariciosas, materialistas, frívolas y egoístas de modo superlativo; y echar de menos a ese padre de mirada amable, de océano tropical, en la que a ella le gustaba zambullirse. Odiar intensamente a esa madre ante tanto desapego e indiferencia por una de sus hijas; aguantar las lágrimas viéndola incapacitada, estéril para el cariño; y sonreír complacido con ese final novelesco y feliz.
Se hace fácil caer en el exceso, en el folletín, en lo grotesco y lo exagerado. Se hace fácil hasta que uno piensa seriamente en esos programas de televisión en los que seres humanos se convierten en caricaturas, en los que se prostituyen sin pudor ni decencia por cifras de seis ceros y quince minutos de fama; en esas muñecas hinchadas de silicona y estulticia. Esa ficción de verdulería y mercadillo que se hace tristemente real. Y entonces dejamos de pensar en lo excesivo y empieza a doler tanta triste realidad.
Se hace fácil caer en el recurso de la falsa compasión y el escepticismo ante tanto abandono agravado además por el impuesto directo de una enfermedad, hasta que se hacen evidentes la soledad, la ausencia y el desamparo en una habitación de hospital. Se hace fácil pensar en el melodrama forzado, en la tendencia del actor a sobreactuar interpretando su autodestrucción si no fuera por el vacío de la nada, la total incapacidad de los vivos y la desoladora falta de los únicos que nos dieron su cariño. Frialdad que es pura herida.
Se hace inevitable pensar en un ajuste de cuentas, en una biografía camuflada entre líneas. En ciudades que existen con el nombre al revés y en casas abandonadas de la niñez. Hasta que el dolor me obliga a callar. Huida del mundo marcha atrás. Lluvia de febrero eterno.
Y ahora algunos relatos cortos de “Amar en martes” cobran un sentido especial, me parecen un prefacio, un sabroso aperitivo que preparaba esta “Huida del cangrejo”. Aquel universo personal e intransferible, aquel tiempo de mujeres de “Casas solas”, “Rosas robadas” y “El llanto de abril”. Sabores e ingredientes servidos entonces por separado y ahora todos juntos en un delicioso puchero cocido a fuego lento. En largometraje y cinemascope.
Angélica Morales ha sumado y multiplicado en esta novela el bagaje, el poso, los argumentos de algunos de sus relatos más emotivos. Amplificando el sonido, aumentando la onda expansiva, subiendo el volumen, alargando la velada; elevando una nueva planta sobre los antiguos cimientos; encajando como luces de neón sus deslumbrantes metáforas, su estilo inconfundible, adornado de olores y colores. Pajaritas de papel, canela y regaliz.
Angélica Morales. “La huída del cangrejo”. Mira Editores. Zaragoza, 2010.
http://angelicamorales.wordpress.com/
Imagen de portada de José Manuel Ubé.
http://www.diariodelhombreinvisible.com/
Imagen de portada de José Manuel Ubé.
http://www.diariodelhombreinvisible.com/
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