Perdona Manuel, pero no he leído el prólogo. Me quedé desconcertado con la contraportada. No sé que son la posmodernidad ni el afterpop, así que empecé a leer “Órbita” acomplejado, intimidado, temiendo quedara en evidencia mi ignorancia.
Y el primer relato me planteó algo conocido; un deseo que siempre he pronunciado a solas y en secreto: encontrar el motivo, alguien o algo que justifique nuestra existencia.
El segundo me situó en un escenario que conozco: una Facultad y el hastío que provocan unos estudios aborrecidos. Una vida sin un pretexto para levantarse de la cama que termina por meter los dedos en un enchufe para impresionar a una chica.
Pero fue en el tercero cuando realmente lo descubrí. Cuando pisé tierra firme.
Una noche de copas conoces a un tipo que te cuenta historias de una forma distinta. Las historias de siempre. Historias que conoces bien porque has pasado por ellas o porque, alguna madrugada, has soñado con ellas. Tener dieciocho años. Vivir esperando el fin de semana. Abandonar la casa de nuestros padres, independizarse, dejar de estudiar, buscar un trabajo. La teoría de la reencarnación. Una mujer que recibe en su buzón cartas de un admirador secreto. Hacer cálculos con los números de las matrículas de los coches. Escribirle una carta a un escritor famoso. Robar un libro. Estudiar una carrera y abandonarla. Tener una novia y perderla. Ir a casa de tus padres a comer los domingos. Regalarles un contestador. Discutir con ellos. Reencontrarte con tu hermano después de años sin verle. Inventar un juego con un amigo para escapar de la rutina. Fingir, divertirse, hacerte pasar por lo que no eres. Cortázar, Dostoievski. Jazz y poesía. Alcohol y disfraces.
Argumentos, nomenclatura, sabores y materiales conocidos. Admiración. Encuentro. Desconcierto. Búsqueda. Escapatorias. Amigos. Borracheras. Amor. Familia. Lo que pasa es que mientras nosotros con esos materiales hacemos un vulgar bloque de ladrillos con las ventanas tapiadas, Miguel Serrano hace nueve edificios acristalados con patio interior, sótano, corriente eléctrica, buzón y trastero.
La diferencia está en que nuestras historias con los mismos argumentos no tenían final. Acababan en puntos suspensivos y en vulgares resacas del día después. No aprendíamos nada, no sacábamos ninguna conclusión, no tenían más fruto que carcajadas de corto alcance. Miguel, sin embargo, con una menestra de verduras cocina la metáfora del amor, con una bofetada corta la travesía, con una carta traza el destino. Miguel tiene una forma diferente de contar. La suya. Realista. Irónica. Poética. Surrealista. Como jugar a cifras y letras. Número exacto. Palabra de diez letras con cinco consonantes. Y de premio, bajo la puerta, un sobre azul con una declaración: Yo sólo estoy haciendo literatura.
Y ahora, Manuel, leeré el prólogo, y sabré si he acertado con todo o si, como siempre me sucede, de los seis números no he acertado ni uno.
Y el primer relato me planteó algo conocido; un deseo que siempre he pronunciado a solas y en secreto: encontrar el motivo, alguien o algo que justifique nuestra existencia.
El segundo me situó en un escenario que conozco: una Facultad y el hastío que provocan unos estudios aborrecidos. Una vida sin un pretexto para levantarse de la cama que termina por meter los dedos en un enchufe para impresionar a una chica.
Pero fue en el tercero cuando realmente lo descubrí. Cuando pisé tierra firme.
Una noche de copas conoces a un tipo que te cuenta historias de una forma distinta. Las historias de siempre. Historias que conoces bien porque has pasado por ellas o porque, alguna madrugada, has soñado con ellas. Tener dieciocho años. Vivir esperando el fin de semana. Abandonar la casa de nuestros padres, independizarse, dejar de estudiar, buscar un trabajo. La teoría de la reencarnación. Una mujer que recibe en su buzón cartas de un admirador secreto. Hacer cálculos con los números de las matrículas de los coches. Escribirle una carta a un escritor famoso. Robar un libro. Estudiar una carrera y abandonarla. Tener una novia y perderla. Ir a casa de tus padres a comer los domingos. Regalarles un contestador. Discutir con ellos. Reencontrarte con tu hermano después de años sin verle. Inventar un juego con un amigo para escapar de la rutina. Fingir, divertirse, hacerte pasar por lo que no eres. Cortázar, Dostoievski. Jazz y poesía. Alcohol y disfraces.
Argumentos, nomenclatura, sabores y materiales conocidos. Admiración. Encuentro. Desconcierto. Búsqueda. Escapatorias. Amigos. Borracheras. Amor. Familia. Lo que pasa es que mientras nosotros con esos materiales hacemos un vulgar bloque de ladrillos con las ventanas tapiadas, Miguel Serrano hace nueve edificios acristalados con patio interior, sótano, corriente eléctrica, buzón y trastero.
La diferencia está en que nuestras historias con los mismos argumentos no tenían final. Acababan en puntos suspensivos y en vulgares resacas del día después. No aprendíamos nada, no sacábamos ninguna conclusión, no tenían más fruto que carcajadas de corto alcance. Miguel, sin embargo, con una menestra de verduras cocina la metáfora del amor, con una bofetada corta la travesía, con una carta traza el destino. Miguel tiene una forma diferente de contar. La suya. Realista. Irónica. Poética. Surrealista. Como jugar a cifras y letras. Número exacto. Palabra de diez letras con cinco consonantes. Y de premio, bajo la puerta, un sobre azul con una declaración: Yo sólo estoy haciendo literatura.
Y ahora, Manuel, leeré el prólogo, y sabré si he acertado con todo o si, como siempre me sucede, de los seis números no he acertado ni uno.
Miguel Serrano Larraz. “Órbita” Editorial Candaya. Barcelona, 2009.
1 comentario:
¡Y en portada!"Prólogo de Manuel Vilas". No lo veo.
Apúntame el 12,19,22,28,35 y 44. Si me sale la combinación a pachas...
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