Todos estos relatos son fragmentos de vida. Injusta, breve, cruel y desesperada vida. Pero siempre latiendo, siempre imparable, arrolladora; venciendo siempre a todo.
En estas “Esquirlas del espejo”, Miguel Carcasona nos cuenta cómo una tarde de lluvia podemos reencontrarnos con un rostro conocido, y descubrir, en su mirada perdida, que ya no sabe quién fue. De cómo responde la vida frente al infortunio, muestra su fastidio ante la enfermedad y se despide con brevedad e indiferencia. Pero también nos cuenta que, junto a la compasión por la vida vacía, aparece una fotografía en blanco y negro, y tus ojos ven lo que otros ignoran. Que la vida permanece en lo que otros guardaron, y escrito en un verso está, tu recuerdo imborrable.
Nos enseña a ver la vida con los ojos de un niño. El sentimiento de sorpresa e indiferencia que produce un desconocido que llega de Francia en un autobús. De que la vida está en la calle, jugando con los amigos, en lugar de escuchar la cháchara de los mayores. Que la vida de otros nos fastidiará porque nos perderemos el un, dos, tres en la tele, la película del sábado y el partido del domingo, y, sobre todo, porque nos quitará nuestra cama. Que nuestra vida no son sus recuerdos, ni su pasado guardado en la caja de las fotografías, con rostros y nombres que no conocemos. Que cuando se marche y nos deje un recuerdo, el tiempo, la vida madura, nos hará comprender algunas cosas, y arrepentirnos de que se marchara sin escucharle.
Nos enseña la vida enfrentada al destino. Una batalla siempre perdida. La crueldad de perder el amor que nos llegó por carta, de perder la felicidad, después de saborearla y sentirla. El viaje, el regreso al lugar conocido con las palabras del amor antiguo, el arrepentimiento y el recuerdo. La despiadada burla del destino oculto en una bomba sin estallar. No existirá dolor más inhumano, pero ese manantial de vida seguirá fluyendo.
Que una sola vez en treinta años basta para destruir una vida. Que una tarde basta para recordar cuando surgió el amor y como ahora ese recuerdo te produce un asco infinito. El presente destruido con el anonimato de un adulterio y el futuro escrito en el nombre de una enfermedad que asegura una muerte lenta y dolorosa. La desgracia ajena, esa que siempre veíamos indiferentes, ahora nos toca vivirla en carne propia.
La vida sólo da su verdadera medida al enfrentarse a la muerte. A las campanas que tocan a muerto. La muerte que se viste con camisa blanca y traje para ir de boda y tú le recuerdas vivo, conduciendo el tractor y cantando juntos una ranchera. No quieres verle muerto, no quieres llevarte ese recuerdo contigo. Y la muerte pasa envuelta en una sábana que transparenta la silueta del cuerpo y tú te acuerdas de las canciones oídas en ese casete traído de contrabando, cantando al amor con la ventana abierta. Y la víspera de la muerte, entre convulsiones de dolor y la extremaunción rechazada, recuerdas las lágrimas de tu madre. Y tú te ibas a jugar a una faja de rastrojo con tus primos y pensabas en tu primer amor hecho sólo de miradas. Y ves el velatorio en casa, con los hombres que aguantarán despiertos toda la noche, ayudados por el porrón de vino y alguna torta. Y tú jugabas partidos de fútbol en una era, con unas porterías hechas con dos piedras. Y recordarás el último beso a tu padre moribundo y el entierro con sus corrillos de hombres: jóvenes, viejos y forasteros, y te acordarás de tu primera borrachera, de la feria, las casetas, las atracciones y los churros rellenos. Y el funeral de tu padre fue multitudinario y tú sabrás que después tocará reorganizar la casa vacía, devolver los muebles a su lugar, engañarse con la rutina, jugar, montar en bicicleta, vivir el amor imposible, sentir la furia y las lágrimas.
Carcasona nos cuenta que los herederos que abandonan la tierra para buscar un jornal seguro en otro lugar saben que su destino es la muerte. Saben donde vendrá, la forma y el motivo. Saben que su muerte será la venganza de esa tierra por haberla dejado yerma o en arriendo. El castigo por no querer vivir de ella.
Al final, la vida se convertirá en un recuerdo con el que el presente tropieza. El recuerdo de una guerra, un abuelo, socarrón y sabio, en la bancada de una plaza, un amigo al que perdimos de vista, un pasado que otros conocerán en el futuro, una huida, una bomba sin estallar, un destino cruel, un exilio y un silencio de muerte. Una pérdida, un dolor, la palabra para guardar el recuerdo. Y la vida, arrolladora, que sigue latiendo en otros, en nosotros mismos, enfrentándose a todo, venciendo siempre.
Miguel Carcasona, “Esquirlas del espejo”, XX Premio de Narrativa Santa Isabel de Aragón. Diputación Provincial de Zaragoza, 2006.
En estas “Esquirlas del espejo”, Miguel Carcasona nos cuenta cómo una tarde de lluvia podemos reencontrarnos con un rostro conocido, y descubrir, en su mirada perdida, que ya no sabe quién fue. De cómo responde la vida frente al infortunio, muestra su fastidio ante la enfermedad y se despide con brevedad e indiferencia. Pero también nos cuenta que, junto a la compasión por la vida vacía, aparece una fotografía en blanco y negro, y tus ojos ven lo que otros ignoran. Que la vida permanece en lo que otros guardaron, y escrito en un verso está, tu recuerdo imborrable.
Nos enseña a ver la vida con los ojos de un niño. El sentimiento de sorpresa e indiferencia que produce un desconocido que llega de Francia en un autobús. De que la vida está en la calle, jugando con los amigos, en lugar de escuchar la cháchara de los mayores. Que la vida de otros nos fastidiará porque nos perderemos el un, dos, tres en la tele, la película del sábado y el partido del domingo, y, sobre todo, porque nos quitará nuestra cama. Que nuestra vida no son sus recuerdos, ni su pasado guardado en la caja de las fotografías, con rostros y nombres que no conocemos. Que cuando se marche y nos deje un recuerdo, el tiempo, la vida madura, nos hará comprender algunas cosas, y arrepentirnos de que se marchara sin escucharle.
Nos enseña la vida enfrentada al destino. Una batalla siempre perdida. La crueldad de perder el amor que nos llegó por carta, de perder la felicidad, después de saborearla y sentirla. El viaje, el regreso al lugar conocido con las palabras del amor antiguo, el arrepentimiento y el recuerdo. La despiadada burla del destino oculto en una bomba sin estallar. No existirá dolor más inhumano, pero ese manantial de vida seguirá fluyendo.
Que una sola vez en treinta años basta para destruir una vida. Que una tarde basta para recordar cuando surgió el amor y como ahora ese recuerdo te produce un asco infinito. El presente destruido con el anonimato de un adulterio y el futuro escrito en el nombre de una enfermedad que asegura una muerte lenta y dolorosa. La desgracia ajena, esa que siempre veíamos indiferentes, ahora nos toca vivirla en carne propia.
La vida sólo da su verdadera medida al enfrentarse a la muerte. A las campanas que tocan a muerto. La muerte que se viste con camisa blanca y traje para ir de boda y tú le recuerdas vivo, conduciendo el tractor y cantando juntos una ranchera. No quieres verle muerto, no quieres llevarte ese recuerdo contigo. Y la muerte pasa envuelta en una sábana que transparenta la silueta del cuerpo y tú te acuerdas de las canciones oídas en ese casete traído de contrabando, cantando al amor con la ventana abierta. Y la víspera de la muerte, entre convulsiones de dolor y la extremaunción rechazada, recuerdas las lágrimas de tu madre. Y tú te ibas a jugar a una faja de rastrojo con tus primos y pensabas en tu primer amor hecho sólo de miradas. Y ves el velatorio en casa, con los hombres que aguantarán despiertos toda la noche, ayudados por el porrón de vino y alguna torta. Y tú jugabas partidos de fútbol en una era, con unas porterías hechas con dos piedras. Y recordarás el último beso a tu padre moribundo y el entierro con sus corrillos de hombres: jóvenes, viejos y forasteros, y te acordarás de tu primera borrachera, de la feria, las casetas, las atracciones y los churros rellenos. Y el funeral de tu padre fue multitudinario y tú sabrás que después tocará reorganizar la casa vacía, devolver los muebles a su lugar, engañarse con la rutina, jugar, montar en bicicleta, vivir el amor imposible, sentir la furia y las lágrimas.
Carcasona nos cuenta que los herederos que abandonan la tierra para buscar un jornal seguro en otro lugar saben que su destino es la muerte. Saben donde vendrá, la forma y el motivo. Saben que su muerte será la venganza de esa tierra por haberla dejado yerma o en arriendo. El castigo por no querer vivir de ella.
Al final, la vida se convertirá en un recuerdo con el que el presente tropieza. El recuerdo de una guerra, un abuelo, socarrón y sabio, en la bancada de una plaza, un amigo al que perdimos de vista, un pasado que otros conocerán en el futuro, una huida, una bomba sin estallar, un destino cruel, un exilio y un silencio de muerte. Una pérdida, un dolor, la palabra para guardar el recuerdo. Y la vida, arrolladora, que sigue latiendo en otros, en nosotros mismos, enfrentándose a todo, venciendo siempre.
Miguel Carcasona, “Esquirlas del espejo”, XX Premio de Narrativa Santa Isabel de Aragón. Diputación Provincial de Zaragoza, 2006.
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