Al terminar el libro barajé varias teorías. Una primera hablaba de esa cosa de enseñar divirtiendo. Dejar en evidencia todas nuestras miserias humanas y descojonarnos un rato. La risa como terapia. Abandonar el alcohol y empezar a comer sano y hacer algo de deporte. ¿…? Dejé ese camino y bajé a la nevera a por una cerveza bien fría. Encendí otro pitillo. Me horrorizan las monsergas y los talleres municipales.
La segunda me llevó a pensar que sólo eran realidad el primer y el último capítulo del libro. El uno y el doce. El resto es una fabulosa alucinación. Las verdades del loco y el borracho. Un cerebro parlante metido en una quesera. Una novela de ciencia ficción.
La tercera me producía inquietud, terror y desconfianza. Los informáticos y los científicos siempre me han parecido sujetos peligrosos. Todo resultaba demasiado real, factible, una predicción de futuro. El visionario; otra vez el loco diciendo las verdades, la pesadilla. Y es que de verdad creo que a la gente le encantaría cambiar de cuerpo, que lo harían si pudieran. Resetear su memoria, poner el contador a cero, olvidar, vivir sin dolor. Tirar a la basura su conciencia y tener un holograma en el salón, una realidad virtual que alquilar por horas para hacerles compañía y desenchufarla cuando moleste o aburra.
La cuarta me llevó al examen de conciencia, a borrar el historial de las páginas web que he visitado y a pensar que yo no soy mejor que ellos, que a mí también me gustaría comprarme el cuerpo del hombre más deseado del planeta, decir lo que me diese la gana, dejar de ser un don nadie invisible, volver tarde a casa y no tener que dar explicaciones. Vivir sin pedir disculpas.
Esto empezaba a ser un juego peligroso. A lo mejor era buena idea quemar el libro e irme a ver la tele.
La quinta fueron las comparaciones odiosas. El veneno metido en el cuerpo. ¿A quién mataría para cambiar mi vida? Salieron varios nombres. Imaginé mi vida sin esas personas. Sentí el alivio de una nueva vida, la euforia… y la culpa persiguiéndome siempre. Y las malditas consecuencias de nuestros actos, el odio, la venganza, y la imposibilidad de retroceder, ese programa de deshacer que no se ha inventado, esa tecla que no existe.
La sexta me trajo la aventura, la emoción inverosímil de vivir en el cuerpo perfecto de una mujer hermosa, sentirme deseada y poderosa. Y sentí vergüenza de mí mismo, me convertí en un perro que olisquea el culo a sus semejantes, me sentí culpable de mis miradas lascivas, de mi última erección.
Quise sentir el amor intenso de los paseos por el parque bajo la lluvia, la fuerza del amor que supera cualquier obstáculo. Quise que alguien me salvara, abandonara todo por mí, arruinara su vida. Quise huir, hacer lo que me diese la gana. Pero descubrí que la felicidad se acaba y llega el arrepentimiento, que lo perfecto es aburrido.
Quise ser un millonario elegante, cínico y nihilista. Quise ser escritor y borracho... y tuve que reconocer que siempre es demasiado tarde para algo. Resignarme a vivir, aceptar que el libre albedrío no existe. Que no es posible una vida sin miserias, que los recuerdos nos persiguen. Que la mejor realidad es la ficción.
Solicité un curso por correspondencia para aprender a leer entre líneas, descubrir el mensaje que se oculta en esta historia, y me mandaron un espejo de mano, un kit de maquillaje y una pistola cargada. Esa noche soñé que estaba tumbado en el sofá de casa sin hacer nada, mirando el techo. Entonces entraban dos hombres en el salón. Uno iba disfrazado de payaso, el otro era Luis Buñuel. El payaso me golpeaba con un garrote mientras gritaba: ¡Despierta! Buñuel se reía y grababa la escena con una cámara de súper ocho.
La séptima me hizo pensar en un secuestro. Un espíritu burlón que decía ser mi conciencia venía a buscarme a casa y me llevaba entre carcajadas y a toda leche de un lugar a otro. Una noria. Una montaña rusa. Un hospital. Una cárcel. Soy la felicidad, la verdad, la mentira y el sueño. Me decía. Hijo de puta. Tanto viaje para al final devolverme al mismo sitio. Al mismo bar, al mismo trabajo, a la misma rutina.
La última es siempre la suma de todas las anteriores. La teoría ecléctica. El mogollón. Todos los ingredientes agitándose en la coctelera. Me dio por pensar en mí, en mis contradicciones, en el reflejo de mi propia vida, en la culpabilidad, la insatisfacción humana, la contradicción permanente en que vivimos. La felicidad momentánea. El hurto.
No hay remedio. Tan sólo lucha.
Por lo menos sentí alivio al comprobar que duermo en el lado derecho de la cama. Algo es algo.
Mariano Gistaín. “La mala conciencia” Editorial Anagrama. Barcelona 1997.
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