viernes, 19 de septiembre de 2008

Trastes viejos


Al ver este libro pensé que, además de ser un tipo raro, era también un hombre sin suerte. Y es que en mi familia no hay nadie interesado por las antigüedades. Trastes viejos, los llama mi padre.
En su casa nueva se conservan algunas cosas que mi madre salvó de la quema y la venta: un relieve en escayola de la Última Cena, sillas impares, un pequeño aparato de radio, cacharros de barro: cántaros, pucheros y jarras, una lechera de aluminio, una huevera de alambre, caracoleras y cestas de mimbre, una tumbilla con una pata rota, y una enorme tinaja con tape de madera. Es todo el inventario de un tiempo pasado y sus trastes.
Pero para los que somos de padres de pueblo en este libro hay objetos que hemos visto en las casas de nuestros abuelos antes de que los vendieran, regalaran o tiraran al hacerse una casa nueva. Recuerdo esas celosías de madera encima del batiente de la puerta, esas camas con cabecero y pie de madera tallada, las colchas tejidas y las sábanas bordadas, las mesillas de noche con su mármol blanco, un arca de madera y un gran armario ropero con espejo, una cómoda de madera negra, un perchero donde mi abuelo dejaba el gancho y un lavabo de patas con espejo. Una casa de paredes sencillas, con un aparador empotrado donde guardar la vajilla, un comedor de mesa y sillas de patas torneadas, un Sagrado Corazón de Jesús, cromos del Ángel de la Guarda y un suelo de baldosas hidráulicas de colores. Todo eso recuerdo haberlo visto y también sé que ya no lo volveré a ver.
Recuerdo que un día me enteré que mi padre había quemado dos reclinatorios en el corral de la casa vieja porque tenían carcoma. Y recuerdo que entonces me supo mal, pero ahora, viendo este libro, creo entender por qué lo hizo, y por qué para él son sólo trastes viejos.
Y es que en estas fotografías se ven viejas casas de habitantes viejos: espejos sin marco, suelos de baldosas rotas, paredes desconchadas, camas cortas e incómodas, tapetes de ganchillo, mesillas donde guardar el orinal, alcobas cerradas con cortinas, retretes con un agujero sobre el corral, bacines, bidés y lavabos de agua en una jarra. Casas sin calefacción, luz eléctrica, agua corriente y baño. Salas que se calientan con braseros, salamandras y estufas, se iluminan con candiles de aceite, candelabros y quinqués de petróleo, camas heladas que templar con botellas de agua caliente.
Un tiempo de miseria que olvidar, una vida de incomodidades que afortunadamente desapareció, trastes que tirar cuando llego la luz eléctrica y el agua corriente. Trastes que dejaron de ser útiles y que ya no servían, trastes que nos recordaban una época que queremos olvidar.
Pero lo que da la verdadera dimensión de un tiempo que afortunadamente no volverá son las imágenes de la cocina de las casas. Una cocina que era a la vez comedor, sala de estar, lugar de reunión y tertulia. La representación emblemática de los hogares del Pirineo que desapareció al bajar sus pastores a la tierra llana y no tener ya que dormir en las cadieras de la cocina junto al hogar para no tener frío. Fregaderas de piedra, cocinas negras, pucheros y ollas colgadas sobre el fuego, cocinas de hierro y carbón, espederas cubiertas con papel de periódico donde se colgaban los utensilios de cocina. Hogares donde penchar embutidos y ajos; pilas de piedra para guardar el aceite, tinajas para el agua, cántaros para traer el agua de boca de la fuente, arcas de madera donde guardar el pan y el grano.
Hoy esas arcas han desaparecido y las cadieras se han bajado a los patios para decorar y no para dormir ni comer en ellas.
Y está también el trabajo doméstico de las mujeres: enristrar cebollas, cardar e hilar la lana y tejer las prendas: medias y calcetines, refajos y camisetas para el frío invernal. Lino y cáñamo: camisas blancas, ropa de cama y toallas. Viejas tejiendo al sol; ganchillo para cubiertas de cama, paños para cubrir cántaros, bordados para manteles y servilletas, prendas para el ajuar.
Amasar el pan y hornearlo una vez por semana y guardarlo en una caja. La matacía como rito colectivo y fiesta familiar, casas donde se fabricaba el jabón con sebo. Alimentos puestos a secar y en conserva. Licores y aguardientes. Fabricación casera de quesos y mantequillas.
Y por último la colada: una vez al mes y a mano en el río o en el lavadero.
Me gustan los trastes viejos, me gustan los relojes venidos de Francia, las historias que guardan en sus horas pasadas, me gustan los suelos de baldosas rojas y blancas, las grandes camas de hierro, las hornacinas y sus santos, las cadieras en los patios y las fotos en blanco y negro, los gramófonos, los cortinajes y las arquimesas. Pero después de ver este libro entiendo que si hubiera vivido en la época en la que tenían un uso todos esos trastes, esas cocinas negras, esos orinales y esas camas frías, ahora tampoco me gustarían.

“De puertas adentro. El hogar y el trabajo doméstico en el AltoAragón”. Fernando Biarge y Ana Biarge. Gobierno de Aragón. 2002.

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